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«Maestro Félix» por Iker Jiménez
Fue un mes de marzo, hace treinta años...
Martes 2 Marzo 2010
Fue un mes de marzo, hace treinta años. Aún recuerdo perfectamente la sensación de incredulidad que recorría los patios de los colegios. De todos los colegios de España. No podíamos. No queríamos creerlo. De pronto, nos habíamos quedado huérfanos. Sin nuestro maestro.
Félix Rodríguez de la Fuente no necesita ninguna presentación. No la necesitan los iconos, los símbolos, los que han trascendido al corto espacio de lo humano. Su obra, su voz, su fuerza y su entusiasmo, siguen contagiando del mismo modo. Siguen irradiando desde algún lugar. Siguen impulsando a muchos desde lo hondo de un recuerdo imborrable anidado al alma. Su chaqueta de bolsillos, el cuello vuelto, su peinado, su sonrisa, su forma de dirigirse a la cámara. Todo en él era único e inimitable. Él era un big bang en expansión cuando se dirigía a nosotros con emoción. Entonces entre emisor y receptor acontecía algo inexplicable. Algo en lo que yo creo. Algo que no es medible ni científico: Magia. Él, chamán paleolítico reencarnado para hacernos llegar las historias del mundo a través de su mirada. Nosotros, los niños de la cueva umbría y profunda, fascinados imaginando universos. Él, buhonero del infinito, siempre portando una carga de ilusiones, de sueños, de anhelos. Nosotros, niños de toda España, que esperábamos la cita semanal como antaño nuestros antepasados esperaban en las aldeas castellanas la llegada del hombre que con canto hipnótico nos contaba cómo era la realidad en reinos lejanos que nunca íbamos a pisar. Y la realidad, a través de su voz, era mejor y más bella. En eso consistía su magia. La magia de un lenguaje que transformaba neuronas y genes. La voz que nos cambiaba por dentro con mensajes certeros y que, como un código antiguo, nadie más conocía. Mensajes de emoción, de respeto, de comunión con el misterio de la naturaleza y de la vida.
¿Dónde quedan ahora todas las sombrías aves de rapiña humana que tuvo que soportar? ¿Dónde las turbas de envidiosos que nunca pudieron asimilar el éxito de un hombre que creía en sus sueños? ¿Dónde los mediocres parásitos que no admiten lo sublime y lo genial?
Todos ellos se han quedado pequeños, insignificantes. Diluidos en la nada. En su nada aborregante de pensamiento vil y de corto recorrido. Pensamiento que no imanta ni se posa en nadie. Pensamiento baldío que no germina en otros porque está yermo y no tiene alma. Y si algo le sobraba a Félix Rodríguez de la Fuente era alma. Alma que ya es inmortal como los cielos de las sierras, infinita como el vuelo del Águila Imperial y el Halcón Peregrino. Libre allá donde solo llegan las criaturas mágicas con cosmovisión a otro nivel. Mal que les pese a algunos, y por fortuna de tantos, Félix y su legado ya no pueden ser arrancados del corazón y la mente de millones de niños que seguimos siéndolo, en parte, gracias a lo que él nos enseñó.
A veces vuelvo a ver a Félix, vuelvo a escuchar a Félix, y me emociono. Observar el éxtasis de un hombre entregado a su pasión, a un ser de luz tan excepcional embriagado con la leyenda, el mito, la ciencia, la vida y el hallazgo, no deja de ser una experiencia mística. Una de esas, en este mundo decadente, banal, mecanicista, corto, romo, de pensamiento uniforme y amorfo, que siguen siendo oxígeno para el alma. Oxígeno puro de vida en un mundo que se contamina cada vez más. Ahora me doy cuenta de que casi no importaban nuestros amigos del reino animal. Casi pasaban, al menos para mí, a segundo plano; el lobo, la gineta o el último lince. Lo que realmente daba sentido a todo, lo que vertebraba la naturaleza viva y desconocida hasta entonces, era él. Era su energía, su reflejo áurico que no hace falta ver, porque se siente en la distancia y resplandece. Si hay lugares de poder, y objetos de poder, también hay personas o almas de poder. La más intensa que yo he conocido es, sin lugar a dudas, Félix Rodríguez de la Fuente. Por eso, con alegría por todo lo que nos dejó, le echamos mucho de menos. ¿Y dónde estaría Félix ahora? ¿Qué nos enseñaría en pleno siglo XXI?
Él, que creía en el hombre y en el cosmos, pero también en lo sagrado como fuerza misteriosa que ordena la realidad. Él que pensaba, como es natural, que no estábamos solos. Él, profeta de la naturaleza mucho antes del ecologismo. Él, que hablaba del honor del hombre primitivo y de la nobleza de los animales. Nobleza que dejaba en evidencia la ruindad humana. ¿Qué nos estarías contando ahora, Félix, a través de la tele, de los libros o de la radio?
Aquel día de marzo, lluvioso en mi memoria, noté que se me humedecían mis ojos de siete años recién cumplidos al ver en el periódico aquel titular. En pleno éxito, en pleno viaje, fiel a la búsqueda, la sorpresa y la aventura, Félix se había marchado a otra misión más lejana. Él ya no era un documentalista. Era ya un filósofo. Un filósofo de vida. Esa transformación había empezado, sutil, hasta cobrar la fuerza de un torrente. Nos enseñaba con palabras sencillas cosas que serían importantes. Como un profeta antiguo que intuía el porvenir. Entonces quizá no comprendimos lo que significaba su falta. Lo grave y hondo de este vacío insustituible. Porque jamás nadie nos habló a los niños como él lo hizo. En cada sonido, en cada música trepidante, en cada frase, había algo que iba, no al consciente, sino a la mente profunda. Y allí se alojaba hasta que llegase el momento de comprender. Esa fue su impagable labor. Hacer mejor a unas cuantas generaciones.
Casi treinta años después, por una de esas casualidades que tanto le gustaban a él, redescubrí a Félix casi por accidente. Un libro escrito en su contra, además de enervarme, me hizo soñar con él. Bendito libro. Con fragmentos nítidos de sus programas, que, en una proyección fabulosa, llenaron mi mente de ideas. Y sonaba en algún lugar de mi cerebro la música de Antón García Abril. Esa que a él le hizo llorar el primer día que la escuchó. Porque era la misma fuerza de su mensaje trasladado a las notas de un pentagrama. Casi de madrugada salté de la cama y busqué aquellas imágenes, aquellas voces, aquel impulso mágico. Y el reencuentro no pudo ser más aleccionador. El Félix que contemplaba ahora a través de las recopilaciones de “El Hombre y la Tierra” era todo lo que anteriormente señalé y aún mucho más. Y las lágrimas de admiración fueron otras. Admiración y pasmo ante lo que este hombre hizo hace tres décadas. Félix era futurista en su concepto televisivo. En su idea de la dramatización; su filosofía de introspección en la peripecia individualizada de cada animal era algo pionero e insólito. Su programa, el cuento de vida de cada animal. Y con él aprendíamos de forma directa. Eso, evidentemente, no lo entendían muchos. Incluso con carné oficial de naturalista o biólogo. Tenían carné, claro. Pero les faltaba el alma y genialidad. Y para esa no hay oposiciones.
La muestra de lo distinto del lenguaje y la vertebración audiovisual de Félix como fenómeno que debería ser estudiado en todas las facultades de comunicación de este país, es que cualquier otro documental de naturaleza, incluidos los actuales llenos de medios y posibilidades digitales, no tienen lo que tenía él. Y es que la magia auténtica no se vende. Lo único que se puede hacer es admirarla para aprender algo. Pero no todo el mundo está dispuesto.
Vi toda la serie y me quedé mudo. De inmediato, con la nutria, el desmán o el muflón, me volvía a reflejar, ante la televisión de blanco y negro, con siete años. Reconocía cada frase, cada comentario. Como si todo ese legado hubiese dormido durante años en algún lugar recóndito. Y así, seguro, les ha ocurrido a muchos. Conociendo mínimamente el medio, me di cuenta de que el burgalés universal era aún más poderoso, más mágico, más adelantado a su tiempo, que lo que yo había imaginado siendo un niño. Se me manifestó así un Félix absolutamente genial, empleando técnicas y modos de contar inalcanzables para cualquier otro comunicador aún hoy en día. Y eso, amigos, es un enorme misterio. El enigma de la genialidad que nos parece incomprensible, pero maravillosa, al resto de los mortales.
Ser consciente de eso, además de hacerte de nuevo muy pequeño en comparación con lo que fue un gigante irrepetible, te da ánimo y alegría. Jamás envidia. Porque lo que faltan son maestros y ejemplos. Alegría porque el mensaje prosigue y, en este mundo autodestructivo y sin valores, aún nos queda su voz. En esta realidad de la que casi todo el mundo quiere desterrar lo épico y lo mágico, lo fabuloso y lo ilusionante, aún queda su voz. Sí, una voz, un eco poderoso como los desfiladeros y los páramos, que no sólo nos habla de animales. Eso es escuchar a medias. Abrid el corazón y sintonizad. Entonces comprobaréis, aún estáis a tiempo, que Félix nos cuenta muchas más cosas sobre el mundo y el hombre; sobre el universo y el futuro.
Pocos misterios tan asombrosos como el de Félix Rodríguez de la Fuente. El mismo que no nos dejó, porque sigue guiando a muchos como ejemplo de entusiasmo a contracorriente. El mismo que abandera una forma de ver el mundo que caló en millones de niños al mismo tiempo. El mismo profesor de vida y valores al que jamás vamos a olvidar. Como nunca se olvida al maestro que nos hizo amar su asignatura. Félix, treinta años después, es el mismo hombre que sigue vivo en el inconsciente colectivo de un pueblo. Y los que llegan a ese reino, los pocos que llegan, no solo no han muerto, sino que cada día irradian más desde algún lugar insondable del tiempo y el espacio.